LLUEVE, SIN CONCESIONES A LA POESÍA

Llueve con profusión. Y no es el repiqueteo dedicado a los versos de amores no correspondidos, sino la contumaz insistencia de un invierno que quiere mostrar galones de resabio. Azotados los bancales de naranjos, asustados los pájaros invernales, ateridos los perros en sus covachas de madera, temblorosos los miedos humanos ante tamaña fuerza desplegada. Así, sin querencias bucólicas y con el empeño cerrero de la insistencia, llovió el viernes y llovió el sábado, y llovió el domingo y llueve hoy, lunes. Ahogados los acueductos y las cañerías, vomitan el agua rebosante a las calles profusamente inundadas. Tampoco diré que corren torrenteras calle abajo, pero sí que se desborda todo ese agua necesitada y sobrante. Más miedo aún provoca ese ulular sombró que asciende por las cañerías y desemboca por los sumideros de los baños, de las cocinas... Un sonido siniestro de presagios aciagos, como el mejor de los ambientes para un temible cuento de Poe, se cuela en los hogares. Las madres miran a través de las ventanas con el temor ante lo desconocido y aprietan el hombro de sus hijos atrayéndolos ante sí. Los relámpagos centellean sobre las montañas y así se encoge el corazón esperando el estertor último de un trueno que no llega. Todos gris y blanco y todo oscuro de nuevo. Llueve y llueve con contumacia, como avisando de un horizonte negro, presagio de malos tiempos de borrascas.