Eran las tres y media de la mañana cuando una llamada nos arrebató
del sueño. Vestirnos a medias, recoger a Daniela de su plácido sueño, cargarse
una bolsa al hombro con lo único imprescindible y salir. Salir a un ensayo de
infierno, al cielo arrebolado de rojos, al penetrante olor de la vida ardiendo.
Las cenizas bailaban ante nuestros ojos y las brasas ardiendo flotaban en el
aire como chispas de fragua. Montarnos en el coche, recoger a la exigua
familia, dejar pasar un caballo blanco entre el humo. Contemplar las llamas, el
fuego, la verdad del desastre.
Era el último día de agosto de 2012. Fuimos desalojados de
Ojén junto con cientos de familias. Un incendio devastador devoraba la tierra,
los árboles, los animales.
En mi tierra, un norte verde, húmedo y fragante, los
incendios forestales son una anécdota, apenas un caso más en los periódicos, en
los informativos. Aquí, en este sur mediterráneo de veranos eternos, la
realidad del fuego es devastadora.
Ayer, Ojén, vivió otra alarma, una de tantas, que puso a la
población en vilo, a los servicios de emergencia a trabajar, a temer lo peor
entre la ciudadanía. Apenas fue un susto. Pero es cierto que desde aquel último
día de agosto del año 2012, la palabra incendio ha cobrado una nueva dimensión
para mí. Se disparan unas alarmas que antes no se disparaban, un instinto
animal casi olvidado pone en rojo mis alertas. Miro al cielo, compruebo la
dirección del viento, olfateo el aire, compruebo la temperatura, aguzo el oído.
También se instaló en mí otra mirada sobre las gentes que
llegan cuando todos los demás nos vamos. Los servicios de emergencia, los
bomberos, los retenes del INFOCA, sanitarios, agentes forestales, pilotos de
medios aéreos, policía local, guardia civil, protección civil, algunos cargos
públicos… Cuando las fauces del incendio se abren dispuestas a devorarlo todo,
ellos y ellas están ahí, dispuestos a jugarse el tipo para que Israel, Antonia
y Daniela salven el pellejo. Es una realidad y hasta que no se vive en primera
persona, no se le da el valor real que su entrega tiene.
Se agudiza también el epíteto grueso contra los imprudentes,
los descerebrados, los insolidarios… Que pese a tener desde hace casi tres años
ante sí, el panorama desolador provocado por un incendio, aun tiran colillas
por la ventanilla de su coche, o queman rastrojos fuera de tiempo y sin
permiso, o hacen una barbacoa sin tomar las precauciones necesarias… A todos
ellos me gustaría verles con la cara ennegrecida, con la peste a humo sobre la
piel, con el calor sobre el rostro que muestran los retenes tras sofocar un
incendio. Ahí me gustaría verles, mirando de tú a tú al monstruo. Justo ahí.
El ser humano no aprende, es desmemoriado y descuidado, y en
esta desmemoria y en este descuido es donde se fraguan las tragedias.
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