Esta mañana cargaba con un armario. Un armario viejo, de aquellos que se utilizaban en las antiguas oficinas como archivadores. Cuatro cajones grandes y cuadrados con tiradosres planos en el centro. Marrón oscuro. Abría las puertas traseras de la furgoneta para sacarlo. Mientras, escuchaba a dos vecinas charlar de balcón a balcón acerca del precio de los pisos, de las hipotecas y de las nuevas construcciones que amenazan los pueblos como este (en algunos lugares lo llaman progreso). He subido el armario apoyado en el hombro derecho y cogido con la mano en una de las listas de las cajoneras. He regresado a la calle.
Antes de llegar a casa había visitado a Antonio en el almacén, departía con otros dos compañeros habituales en las mañanas de café y en las tardes de campo. Habichuelas blancas, garbanzos para puchero, dos calabazas (emulsionadas con sal, un poco de aceite, una pizca de pimienta negra y 2 patatas: crema para esta noche, acompañada de cuatro o cinco torreznos de pan duro), naranjas y limones. Este ha sido mi botín.
Recogía el cargamento en una de esas cajas de fruta medianas, color verde. Todo pulcramente situado en bolsas blancas de plástico. Cerraba la puerta de la furgoneta y pensaba -Tengo que llevarla a lavar-, cuando una canción ha irrumpido como un estallido en mis oídos. Hacía años que no la escuchaba. La última vez fue en Bilbao, en la Plaza Nueva, en esa especie de mercadillo de libros, discos de vinilo, chatarrerías varías, sellos, pájaros, monedas e intercambio de cromos de fútbol que se celebra todos los domingos llueva, nieve o haga sol. Una canción triste en su ejecución, pero cargada de esperanza. No sé si provenía de una radio, de un CD o de la televisión, era sólo como un rumor. Me he emocionado. La estoy buscando para compartirla con tod@s vosotr@s. Puede que esta tarde o puede que ahora mismo.
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