LIMONES

Hay un estallido de amarillo en los bancales. El jugo cítrico del limón impregna con su aroma el aire de la mañana. Relucen en el rocío, al relente, de la madrugada y casi parecen temblar y titilar al albur de las últimas estrellas. Fruto fragante y excelso de ese tono que todo lo pinta sobre el verde de sus ramas. Rememora su pasado el Asia más antigua, un pretérito moruno, ácido desconocido por griegos y romanos, y sólo los cristianos viejos lo degustaron tras la conquista peninsular por el árabe. Vive ásí Ojén un esplendor limonero que recorre la iglesia de la Encarnación y trepa por sus paredes, que aparece en la esquina de la calle, en el patio de la casa, en el solar adocenado por las nuevas viviendas. Se extienden los limoneros en los pastos aún conquistados a base de apero y forman seña de identidad en perfumes y colores de esta villa cítrica. Vive y pervive el limón, suspendido de la rama como un regalo dorado para los niños. Leña de limonero para la lumbre y para la ebanistería, brasas perfumadas y tronco amarillento. Sus raíces viven en esta tierra prestada que de la que ya ha hecho propia conquista. En la mañana de fríos otoñales, asomado a la ventana, veo un limonero en la calle rosal. Dorado fruto.