Nunca me han gustado los carnavales. Mi absoluta falta de
ingenio y mi perfecta torpeza para cualquier tipo de manualidad es muy probable
que hayan influido en esta falta de apego por las carnestolendas.
Observo con detenimiento la audacia e imaginación de muchas
personas, que son capaces de realizar una genialidad con dos trapos, unas gafas
de sol, una pamela y un abanico. Observo e intento aprende, pero soy incapaz,
incapaz. Y no es nuevo, porque me lleva pasando desde la adolescencia, cuando
mi familia y amigos dejaron de fabricarme los trajes para que servidor volara
libre, y se estrellara.
Aún recuerdo un disfraz con 16 años. La idea era magnífica,
la ejecución, terrible. El resultado, horrendo, un ente ambiguo que no era una
cosa ni la otra, sino todo lo contrario.
Y así año tras año llegan los carnavales y la gente me
pregunta… ¿Tú no te disfrazas? Antes intentaba explicar la aversión que había
adquirido por los carnavales a causa de mi complejo de cero a la izquierda
sobre estos asuntos, pero ahora, ya con cuarenta en la chepa, simplemente digo
que… bueno, no me gusta disfrazarme. Pero no es del todo cierto.
Porque por obligaciones laborales de otro tiempo, llegué a
disfrazarme de spiderman para colgar de una arnés en un plató de televisión, o
a caracterizarme para realizar algunas entrevistas en la calle a pie de cámara.
En el fondo, me gusta, lo que ocurre es que no acabo de dar con la tecla, lo
dije, ni del ingenio ni de la mano para confeccionar un disfraz con ciertas
garantías de éxito.
Este problema que sólo me atañía a mí y que llevaba con
cierta dignidad, ahora se ha trasladado a Daniela, mi hija de tres años. Ayer
tuvo que disfrazarse de turista para la fiesta del colegio. Un disfraz
relativamente sencillo que si no llega a ser por la ayuda misericorde de su
santa madre, aún estaría desarrollándose en mi mente. Menos mal. La cosa quedó
apañada y salimos con aire del asunto.
Pero, en esta época preelctoral, a otros y a otras el
invento del disfraz les sale peor que a un servidor.
Hay un puñado de gentes que en estos días se colocan la
máscara de honradez, respeto y dignidad con el fin de pasar también con aire un
trance, esta vez no un disfraz de colegio, sino un trance electoral. En sus
antifaces nada trasluce de sus intenciones.
Pero ojo, fijaos bien, justo ahí, justo en el punto
intermedio entre el ojo y la oreja se ve en muchos y muchas un pequeño agujero
por donde pasar la goma de la careta. Viva el Carnaval. Viva el Carnaval
electoral.
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