Decía Kirmen Uribe en su
última novela que es el amor lo que mueve el mundo. Amor por la vida latente,
por una causa trufada de utopías, por la sangre que a uno le atañe, por una
mirada de niña, por la calidez de una mano, por la fiereza del sexo joven. Amor
por un mar en calma, por una canción susurrada, por la brisa fresca de la
mañana en el rostro. Amor por un paisaje yermo, por una tierra lejana, amor por
la arena cálida sobre los pies. Amor incondicional e inexplicable, amor férreo
por tu amigo, por tu amiga. Amor.
En estos días
escucharemos mil y una veces ese mantra que proclaman algunos al viento. Para
mí el Día de los Enamorados debe ser todos y cada uno de los días, y no sólo
este. Y es precisamente éste el único día que no festejan su amor por la vida. Aunque
no lo sepan, eso también es amor, amor contradictorio.
Yo amo la tierra en la
que nací, el Bilbao gris de los ochenta, el Barakaldo fabril de mis
antepasados, la margen izquierda de la Ría del Nervión, proletaria e
izquierdosa. También amo esta tierra del sur
que me recibió, con su mar calmo y sus atardeceres lánguidos con un sol
perezoso que desciende lento, lento, lento sobre el horizonte….
Pero por encima de todas
las cosas amo a las personas. A mis amigos y amigas con una intensidad creciente,
a mi familia por única. A Daniela, mi hija, gitana vikinga, que vino a remover
todas mis certezas acerca del mundo. Y A Antonia, mi mujer, mi compañera. Luz
plagada de zetas, a la que mucho tiempo atrás quise dedicar este torpe poema.
número 114
No
me acostumbro aún
a
descubrir tu vestido verde
sembrado
en mis jardines,
ni
a la flor de agua de tu sexo
latiendo
entre mis labios.
Tampoco
sé porqué mis dedos
conocen
los secretos inabarcables de tu pecho,
ni
la sugerencia que suponen el testimonio de tus piernas
como
el camino único directo al paraíso.
No
voy a pensar en las razones
por
las que se me enreda la boca en tus labios,
ni
el motivo de tus mordiscos
sobre
el secreto de mis hombros.
Sólo
sé que descubro mis jardines
y
mis labios y mis dedos y mi boca y mis hombros
al
dulce enigma de tus deseos.
Que viva San Valetín, ese
gran invento de los grandes almacenes, que nos permite decir en público algunos
versos que sólo nos atrevíamos a decir en privado.
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