Peregrinaje de tragedias, de sangres ajenas, de desgracias
de otros.
Parece aliviar al ser humano regresar al punto exacto del
dolor para comprobar que se está vivo ante tanta mortandad inútil. La muerte de
los extraños hacen que uno se siente aferrado al mundo frente a la inerme
expresión de aquellos que perecieron.
Los trenes descabezados, abiertos en canal al aire de la
atardecida, la negritud de los rostros compungidos por el dolor, el dolor
inmenso. Los ecos de las sirenas, el rastro efímero de sus luces en las paredes
del talud, el sonido alterado de las emergencias, los gemidos de los heridos,
el llanto de los afectados, los cadáveres cubiertos por toallas.
Esa es la imagen, la fotografía atroz, que algunos de estos
peregrinos de la muerte parece querer revivir en su desplazamiento al punto
exacto de la tragedia. Peritos en desgracias ajenas, expertos en dolores.
La avidez por el detalle escabroso, el deseo de conocer el
dato morboso, de sentir parte de ese hálito de muerte que no les ha
correspondido llegándose hasta la valla misma desde donde se vislumbró la
muerte. Curiosidad. Curiosidad.
La curva de Angrois se ha transformado en centro de
peregrinaje.
Son muchas las personas que se desplazan hasta allí sin lo
que parece un objetivo claro, movidos por un motor interno ávido de
sensaciones. Los piadosos subrayan que su intención única es rendir homenaje a
las víctimas. Los más se amparan en un encogimiento de hombros, en un socorrido
y fariseo "pasaba por aquí".
No faltan testigos que alimenten la carroña. Falsos o no.
Apostados sobre las vallas como un pájaro negro. Esperando que llegue el
peregrino de la muerte para detallar hasta la última esquina de negritud de
aquella noche de luces y de sirenas.
De dolor ajeno, siempre de dolor ajeno.
Publicado en La Opinión de Málaga, 7 de agosto de 2013: "Los peregrinos de la muerte"
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