Se llamaba Daniel Lapuente Pueyo, navarro, de Estella.
Trabajó en la General Eléctrica durante más de cuatro décadas. Tiempos duros en
los años 50 y 60 para la margen izquierda de la ría del Nervión. Las hileras de
hombres y mujeres caminando por la vega del Valle de Trápaga eran interminables,
una riada de "ciegas hormigas*". Babcock Wilcox, Altos Hornos de
Vizcaya, la propia General Eléctrica congregaban a miles de trabajadores
provenientes de todos los rincones de España que caminaban aquellos cuatro,
cinco kilómetros dos o cuatro veces al día para acudir a su puesto de trabajo.
La vida se vivía a golpe de sirena, la que marcaba el inicio
y término de los turnos de las fábricas, y que atronaba y aullaba en aquel
fabril Barakaldo de segunda mitad del siglo XX como un pulso, un latido de la
vida obrera, colándose en cada rincón de cada casa. Humo gris, palpitaciones
rojas y anaranjadas iluminaban el cielo de Sestao cuando los altos hornos
bufaban. Ríos negros.
Jornadas interminables de duros trabajos, jornadas leoninas,
aplicados los hombres y mujeres 12 y 14 horas sobre las máquinas, los tornos,
las fresadoras. Semanas que se prolongaban hasta el domingo que sólo permitía
la libranza por la mañana para acudir a misa. El Sindicato Vertical ideado por
el régimen de Franco dominaba cualquier actividad obrera. Aquellos hombres y
aquellas mujeres formaban parte de un sistema cruel, codicioso, inhumano, que
no contemplaba la posibilidad de una vida mejor.
Pero había un día, tan solo un día al año, en el que los
miles de trabajadores de aquellas fábricas oponían resistencia al régimen
laboral opresivo, a la crueldad de aquella cadena de montaje inmensa.
Reivindicaban un mundo mejor, exigían el derecho a vivir, el derecho a un
trabajo digno. Era un gesto, pequeño y enorme, insignificante y maravilloso,
cotidiano y transgresor.
El 1º de mayo, a las doce del mediodía, sin abandonar nunca
su puesto de trabajo, todos aquellos miles de trabajadores encendían y se
fumaban un puro. Daniel Lapuente Pueyo, mi aitite, mi abuelo, era uno de ellos.
¿Cómo podría contarle a Daniel Lapuente Pueyo, mi aitite, mi
abuelo que el sueño de un mundo mejor por el que toda su vida luchó se ha truncado,
que el estado del bienestar ha muerto? ¿Cómo podría contarle?
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