Nos otorgamos la ley para no tomarnos la justicia en propia
mano, para crear de la sociedad un lugar someramente habitable. Como
ciudadanos, desde nuestra ética, podemos recurrir a la entelequia de la
justicia o a la obligación de la ley. La historia, sabia por pretérita,
desaconseja la aplicación de la primera y la acatación de la segunda.
Estrasburgo ha tumbado la "doctrina Parot" con un
argumento irrefutable "vulneró el artículo 5.1 del
Convenio Europeo de Derechos Humanos (Derecho a la libertad y a la seguridad) y -por 16
votos contra 1- el artículo 7 (No hay pena sin ley)".
Pero
las heridas abiertas por el terrorismo etarra prolongado a costa del dolor y la
sangre durante más de cinco décadas aún no se han cerrado. El cuerpo clama
justicia. El cerebro esgrime la ley. Nombres como el de Troitiño, Arruti; Lasa
Mitxelena o Kubati entre los posibles excarcelados remueve los cimientos de la
ética hasta su base más íntima.
Pero
durante todo este tiempo, la línea que ha diferenciado a unos y otros ha sido
inflexible. La ley. El derecho a la vida. Los derechos humanos. Los demócratas
siempre hemos sostenido permanecer en el lado de la legalidad y ahora debemos
demostrar que lo estamos.
Estrasburgo
ha dictado sentencia. Las ascuas de la llama etarra se aventan. Es cosa
nuestra, de la sociedad, que se transformen en cenizas y no en brasas de odio.
En LA OPINIÓN DE MÁLAGA:
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