Juana Lapuente me inició, de pequeño, muy pequeño contándome
las historias que venían atrapadas en esos papeles blancos. En ocasiones
suavizaba las tramas, edulcoraba los personajes, pero nunca rehuía las
preguntas inquisitivas de aquel niño rubio y de porte curioso que se acercaba a
los libros con osadía, sin el miedo de la ignorancia, preparado siempre a
escuchar. La veía sentada, recostada, al sol, noche y día, en la terraza o en
su cuarto, en la cama, en el autobús o en las piscinas municipales. Nunca estaba
sola, siempre le acompañaba un libro. Ahora, pasados el tiempo, las lecturas
tienen recorrido de ida y vuelta.
Después llegó el patriarca, en su joven otoño de
prejubilado, que guardaba sus tesoros literarios en altas alacenas y siempre
prestaba una escalera a su nieto para que ascendiera a rebuscar entre sus
clásicos de aventuras. Emilio Salgari, Sinuhé el egipcio, Delibes. Más tarde,
cuando el nieto no precisó de la ayuda de una escalera, él reía de los robos
con nocturnidad y alevosía que esquilmaban
su preciada biblioteca de tanto en tanto. Razzias las llamaba con cariño.
En el colegio llegó Margot Guinea que alentó el espíritu de
la escritura con la sutilidad de los sabios maestros, siempre induciendo y
nunca imponiendo. Contaba apenas con trece años y así empecé a juntar algunos
versos con aires de grandeza, pobres imitaciones de Gustavo Adolfo Bécquer.
Recogieron su testigo Blanca Rey y Gabi Armenteros, que pusieron la ele
mayúscula a Literatura y que me zambulleron en los entonces poco alentadores
clásicos que con el tiempo se convirtieron en prodigios ante mis ojos.
Después corrí solo. De aquí a allá, saltando entre las
épocas, los nombres, los estilos, de manera desordenada y siempre pegadas las
lecturas a mi estado vital. Cormac Mac Carthy para el otoño, Delibes para la
primavera, Ammaniti para los veranos agostados, Atxaga para los inviernos. Y
todo salpicado de novela negra y sus personajes esteriotipados.
Las razzias que realizaba en la biblioteca de mi abuelo, se
trasladaron a las librerías de Bilbao y Barakaldo, a los estantes de segunda
mano y las librerías de viejo, al mercadillo dominical de la bilbaína Plaza
Nueva, donde me pasaba horas rebuscando. Siempre me reportaron tesoros en forma
de historias nuevas, de personajes, de palabras que trasladé a mi imaginario y
a mi vocabulario. También encontré dos joyas. Un Canto General de Neruda,
primera edición de Editorial Losada, los dos tomos por 100 pesetas. Y un
"Cien años de soledad", de García Márquez, primera edición de Planeta
con la firma de mi prima-abuela Ana María de Zaragoza.
Esta es mi vida con los libros, con las personas que me
llevaron a ellos. Ayer fue su día. Es de recibo darles las gracias en público
por haberme hecho el mejor de los regalos, sin duda, el mejor de los regalos.
La pasión por los libros y por la lectura.
Gracias.
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