En estas últimas semanas de retiro de las ondas, más
material que espiritual he de decir, mi entorno cercano permanece inmutable,
inalterable, inasequible al desaliento en tiempos aciagos, pero el entorno
político social deportivo cultural ha entrado en combustión. Más en llama y
fogonazo que en auténtico incendio, eso es verdad. Porque la máxima famosa del
Gatopardo de Lampedusa "Que todo cambie para que nada cambie" parece
una certeza más que una frase de una novela.
Un rey abdicado. Un nuevo rey. Una infanta imputada. Una selección perdida.
Una magdalena Álvarez dimitida. Una tonadillera sin cárcel. Unos árboles
talados en la calle Notario Luis Oliver. Un delito ecológico recusado. Una
reforma fiscal que ni fú ni fá. Un PSOE descabezado buscando cabeza. Una
mancomunidad descompensada. Una UGT enfangada hasta el corvejón. Una amenaza de
huelga en el sector de la hostelería. La oferta de trabajo del Funky Budha de
Marbella.
Que parece que la actualidad aprieta el acelerador ante la
llegada del verano para agostarse en el estío y disfrutar de la vida loca y
plana en los días más calurosos del año.
Quizá el calor húmedo de los últimos días, que llama al
aplatanamiento general, quizá la edad que me ronda los cuarenta desde hace
apenas un mes y te hace tomar perspectiva, quizá por todo o por nada, esta
actualidad desenfrenada, candidata al calentamiento a la irritación en algunos
casos, apenas ha levantado en mi ceja una leve mueca de desagrado o de
estupefacción. Quizá.
Sólo ayer, cuando recibí la llamada a media mañana que
anunciaba la muerte de Ana María Matute se produjo en mi interior un vacío de
orfandad. La gran fabuladora, la cuentista de la posguerra, la mujer delicada y
frágil de prosa sólida y contundente. Se fue Ana María Matute que me acompañó
con su Olvidado Rey Gudú en mis viajes en tren, interminables, entre Bilbao y
Málaga en el extinto Estrella Picasso hace más de una década. Ana María Matute
que me recordaba a mi amama, a mi abuela Nieves en su fragilidad, a mi aitite,
a mi abuelo Daniel en su dicción disparatada, a mí mismo de niño, saltando en
la era de un pueblo de Burgos en el que veraneé con mis tíos y mis primos. Ana
María Matute, más reina en mi corazón,
en mi vida, en mi imaginario personal que los juancarlos y felipes de la
dinastias borbónica.
De toda la actualidad convulsa, combustionada, electrizante
de estas últimas semanas. Sólo la muerte de esa mujer, casi nonagenaria, de
pelo cano, delicada, ha fragmentado en dos mi corazón. El de periodista, el de
lector, el de ciudadano.
Ayer, al relente de la noche ojeneta, abrí de nuevo las
páginas de Olvidado Rey Gudú. Y no pude parar de leer.
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