viernes, 27 de junio de 2014

Ana María Matute

En estas últimas semanas de retiro de las ondas, más material que espiritual he de decir, mi entorno cercano permanece inmutable, inalterable, inasequible al desaliento en tiempos aciagos, pero el entorno político social deportivo cultural ha entrado en combustión. Más en llama y fogonazo que en auténtico incendio, eso es verdad. Porque la máxima famosa del Gatopardo de Lampedusa "Que todo cambie para que nada cambie" parece una certeza más que una frase de una novela.

Un rey abdicado. Un nuevo rey.  Una infanta imputada. Una selección perdida. Una magdalena Álvarez dimitida. Una tonadillera sin cárcel. Unos árboles talados en la calle Notario Luis Oliver. Un delito ecológico recusado. Una reforma fiscal que ni fú ni fá. Un PSOE descabezado buscando cabeza. Una mancomunidad descompensada. Una UGT enfangada hasta el corvejón. Una amenaza de huelga en el sector de la hostelería. La oferta de trabajo del Funky Budha de Marbella.

Que parece que la actualidad aprieta el acelerador ante la llegada del verano para agostarse en el estío y disfrutar de la vida loca y plana en los días más calurosos del año.

Quizá el calor húmedo de los últimos días, que llama al aplatanamiento general, quizá la edad que me ronda los cuarenta desde hace apenas un mes y te hace tomar perspectiva, quizá por todo o por nada, esta actualidad desenfrenada, candidata al calentamiento a la irritación en algunos casos, apenas ha levantado en mi ceja una leve mueca de desagrado o de estupefacción. Quizá.

Sólo ayer, cuando recibí la llamada a media mañana que anunciaba la muerte de Ana María Matute se produjo en mi interior un vacío de orfandad. La gran fabuladora, la cuentista de la posguerra, la mujer delicada y frágil de prosa sólida y contundente. Se fue Ana María Matute que me acompañó con su Olvidado Rey Gudú en mis viajes en tren, interminables, entre Bilbao y Málaga en el extinto Estrella Picasso hace más de una década. Ana María Matute que me recordaba a mi amama, a mi abuela Nieves en su fragilidad, a mi aitite, a mi abuelo Daniel en su dicción disparatada, a mí mismo de niño, saltando en la era de un pueblo de Burgos en el que veraneé con mis tíos y mis primos. Ana María Matute, más reina en  mi corazón, en mi vida, en mi imaginario personal que los juancarlos y felipes de la dinastias borbónica.

De toda la actualidad convulsa, combustionada, electrizante de estas últimas semanas. Sólo la muerte de esa mujer, casi nonagenaria, de pelo cano, delicada, ha fragmentado en dos mi corazón. El de periodista, el de lector, el de ciudadano.


Ayer, al relente de la noche ojeneta, abrí de nuevo las páginas de Olvidado Rey Gudú. Y no pude parar de leer.


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