jueves, 25 de septiembre de 2014

LA AGRESIÓN



El fin de semana pasado asistí, acompañado por mi familia, a un acto brutal en un parque infantil. Un padre, sin mediar palabra, sin un mínimo diálogo, de manera sorpresiva y terriblemente contundente asestó un violento puñetazo en la cara a otro padre. Sí, un padre dio un puñetazo en la cara a otro padre en un parque infantil. La agresión fue tan repentina, tan inconcebible, tan inimaginable que la discusión cesó ahí tras un intercambio de palabras gruesas.

La génesis de esta agresión viene tras la recriminación del padre agredido a un grupo de preadolescentes que se habían hecho con la posesión de un columpio cuando niños más pequeños estaban jugando en él. Primero intervino la madre y posteriormente el padre y aquello culminó como acabo de relatar. Intervención de la policía incluida. 

El grupo de preadolescentes era de libro. Tres comparsas vocingleros de talla XXL, y un líder provocador en la sombra. Habían expulsado a los niños más pequeños del columpio, habían toreado las recriminaciones de una madre primero y mantenido su postura de matones en ciernes después. Ante la recriminaciones del padre posteriormente agredido los comparsas vocingleros bajaron del columpio, pero el provocador, vestido de marca, bien parecido, sonrisa en los labios, se mantuvo en sus trece. El padre de los niños pequeños habló con él, y ante su negativa, le cogió de la muñeca y con firmeza pero sin violencia le bajó del columpio.

Cinco minutos más tarde, llegó la agresión. Nada de enzarzarse en una trifulca. No. Sólo el único y tremendo puñetazo en la cara. Con frialdad.

El resto de niños del parque, asustados, dejaron sus actividades inocentes, bajaron de los columpios y se refugiaron en torno a sus padres. Un momento descarnado de pérdida de la inocencia.

Pero siendo la agresión grave, no fue lo peor. Lo peor fue ver la cara del preadolescente, del líder chulesco, del hijo del agresor. Con un dedo señalaba al padre agredido y se reía a mandíbula batiente mientras los comparsas aplaudían y jaleaban. En su mirada se veía. incubado, el huevo de la serpiente, la cobardía del perverso protegido por los violentos; la superioridad del que sabe que todo lo puede, al que nada se le niega. La mirada, el gesto del monstruo adulto.

En ese momento, cuando aún nos temblaban las piernas por la adrenalina que se había disparado con la agresión, caló en mi cuerpo y en mi estado de ánimo una profunda tristeza. La risa de ese niño, de ese preadolescente, el gesto chulesco, burlón hacia el padre agredido, la sensación de superioridad que destilaba, el aplauso de sus comparsas, toda aquella escena me pareció de una vileza y una crueldad muy superior al puñetazo. Me pareció detestable, nauseabunda. Y recordé las palabras que el agredido había pronunciado tras el golpe: "no podemos permitir que siempre los mismos se salgan con la suya".

Nunca sabré si se refería al padre o al hijo.

Música: "Esos locos bajitos" de Serrat




 


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