El fin de semana pasado asistí, acompañado por mi familia, a
un acto brutal en un parque infantil. Un padre, sin mediar palabra, sin un
mínimo diálogo, de manera sorpresiva y terriblemente contundente asestó un
violento puñetazo en la cara a otro padre. Sí, un padre dio un puñetazo en la
cara a otro padre en un parque infantil. La agresión fue tan repentina, tan
inconcebible, tan inimaginable que la discusión cesó ahí tras un intercambio de
palabras gruesas.
La génesis de esta agresión viene tras la recriminación del
padre agredido a un grupo de preadolescentes que se habían hecho con la
posesión de un columpio cuando niños más pequeños estaban jugando en él.
Primero intervino la madre y posteriormente el padre y aquello culminó como
acabo de relatar. Intervención de la policía incluida.
El grupo de preadolescentes era de libro. Tres comparsas
vocingleros de talla XXL, y un líder provocador en la sombra. Habían expulsado
a los niños más pequeños del columpio, habían toreado las recriminaciones de
una madre primero y mantenido su postura de matones en ciernes después. Ante la
recriminaciones del padre posteriormente agredido los comparsas vocingleros
bajaron del columpio, pero el provocador, vestido de marca, bien parecido,
sonrisa en los labios, se mantuvo en sus trece. El padre de los niños pequeños
habló con él, y ante su negativa, le cogió de la muñeca y con firmeza pero sin
violencia le bajó del columpio.
Cinco minutos más tarde, llegó la agresión. Nada de
enzarzarse en una trifulca. No. Sólo el único y tremendo puñetazo en la cara.
Con frialdad.
El resto de niños del parque, asustados, dejaron sus
actividades inocentes, bajaron de los columpios y se refugiaron en torno a sus
padres. Un momento descarnado de pérdida de la inocencia.
Pero siendo la agresión grave, no fue lo peor. Lo peor fue
ver la cara del preadolescente, del líder chulesco, del hijo del agresor. Con
un dedo señalaba al padre agredido y se reía a mandíbula batiente mientras los
comparsas aplaudían y jaleaban. En su mirada se veía. incubado, el huevo de la
serpiente, la cobardía del perverso protegido por los violentos; la
superioridad del que sabe que todo lo puede, al que nada se le niega. La
mirada, el gesto del monstruo adulto.
En ese momento, cuando aún nos temblaban las piernas por la
adrenalina que se había disparado con la agresión, caló en mi cuerpo y en mi
estado de ánimo una profunda tristeza. La risa de ese niño, de ese
preadolescente, el gesto chulesco, burlón hacia el padre agredido, la sensación
de superioridad que destilaba, el aplauso de sus comparsas, toda aquella escena
me pareció de una vileza y una crueldad muy superior al puñetazo. Me pareció
detestable, nauseabunda. Y recordé las palabras que el agredido había
pronunciado tras el golpe: "no podemos permitir que siempre los mismos se
salgan con la suya".
Nunca sabré si se refería al padre o al hijo.
Música: "Esos locos bajitos" de Serrat
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