Desde el viernes. Sin conexión a internet. Ni en el móvil ni
en casa. Desconectado. Apenas funciona el wasap. Y punto.
La situación que en las primeras 48 horas trastocó mi vida
laboral y mi escaso tiempo de ocio. Me llevó primero a la sorpresa, después a
la indignación, algo más tarde al cabreo y sin saber cómo ni porqué, después de
esos primeros dos días desconectado del mundo virtual, a una calma y una
placidez que hacía tiempo no disfrutaba. Sí. Calma y placidez.
He tenido la oportunidad de emplear más tiempo del habitual
a la lectura, más tiempo del habitual a la radio, más tiempo del habitual a
charlar por teléfono, más tiempo del habitual a bucear en los periódicos de
papel, más tiempo del habitual al subrayado de revistas, más tiempo del
habitual a escuchar música, más tiempo del habitual a jugar con Daniela, más
tiempo del habitual a mirar a la gente a la cara. Nunca había dejado de
hacerlo, pero estos días he hecho lo que hacía antes, sí, lo que hacía antes de
manera habitual.
La automatización de tantos procesos laborales ha relegado
el contacto humano a un plano residual. Conectamos con los demás, pero
empatizamos menos. Agilizamos los
trámites, aumentamos nuestra eficiencia, somos más rápidos, pero relegamos ese
factor humano que nos hace ser lo que somos a un segundo plano.
Y aunque es evidente que
las redes sociales nos acercan a las personas que están lejos, amigos y
amigas, familias, compañeros; que nos permiten compartir parte de nuestros
intereses con los demás; que nos ayudan a reflejar un fragmento de nuestra vida
de una manera inconcebible hasta hace relativamente poco tiempo, estas horas
largas sin conexión me han permitido reforzar los lazos de otra manera. De la
manera de siempre.
NO soy un tecnófobo, pero estos últimos días no he podido
evitar la reflexión a la que me ha empujado el hecho de estar desconectado de
la red. Cuando regrese la conexión continuaré con mis posts en Facebook, mis
tuits en twitter, colgando mis imágenes en Instagram, pineando fotos en
Pinterest, no hay duda, pero intentaré no olvidar estos días.
Los días que me permitieron levantar la mirada hacia el
Mediterráneo sin pensar en fotografiar el atardecer y sólo disfrutarlo, leer un
libro templándome al sol sin buscar información acerca del autor en internet,
revisar mis antiguas fotografías impresas en papel, analizar una noticia sin
querer reafirmar mis opiniones en la red, disfrutar un instante de Daniela sin
el anhelo de compartirlo… Esas cosas. Esas pequeñas cosas que hacíamos de
manera habitual cuando la red no se había incrustado en nuestro ADN social como
un órgano más.
La conexión ha regresado. Jesús, técnico de Movistar ha
estado aquí tres días, como de la familia. Ha dado con la tecla. Ha costado.
Ahora, no sé si pulsar el botón de acceso a internet por
miedo a traicionarme.
Ahí voy.
1 comentario:
Me ha encantado Isra. A veces nos olvidamos de disfrutar de las cosas por estar compartiéndolas en Facebook. Incluso las que tienes delante de tus narices.Incluso las importantes.
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