viernes, 3 de julio de 2015

AMOR DE VERANO



Un olor a tierra seca, a perfume de trigales agostados. El viento de la noche lo agita, lo agita y extiende el olor penetrante a secano con brío por entre las rendijas abiertas de las ventanas. 

Un aroma de la memoria que me sobreviene de pronto, que me asalta al salir en la madrugada. Es intenso y profundo y capaz de retrotraerme hasta los 13 años, con el primer amor el vilo, en la punta de la boca. Amor de verano que se marchitó tan pronto como había florecido. La sensación es tan intensa que casi me puedo mirar de nuevo en sus ojos.

Jugábamos a querernos, no sabíamos quizá lo que de verdad era amar y por eso le llamábamos amor de verano, porque su intensidad duraba lo que la canícula. Luego siempre le acompañaba un baile y una canción que con el paso de los años mantiene el poder evocador intacto en nuestra piel. Había algo de sexo torpe y deslavado, infestado de feromonas precipitadas y urgentes y muchas manitas en los bancos de los parques más umbríos, en las playas más despobladas. También había helados, helados que nos hacían gozar como los niños que éramos. 

Tenían nombres, algunos grabados a fuego para siempre en nuestra vida, otros olvidados con torpeza. Los poetastros osábamos escribir algunos versos y entregárselos a las amadas con mucha pompa y boato. Quiero pensar que quizá alguno de aquellos amores de verano aún lo conserva. 

Cómo es la memoria agitada por un perfume de tierra seca, de trigal. 

Luego vendrían las hazañas contadas a los amigotes, como un Danny Succo cualquiera. Y entre aquellos prodigios nunca contábamos la verdad, que era el amor fugaz que había transido nuestro corazón.

Las recuerdo. Y sonrío con cariño al pensar en ellas. En lo que me enseñaron, en lo que vivimos juntos.

Eran un amor de verano. Y como el viento trajo la memoria, el viento se las llevó.

A todas, menos a una. 

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